En el Starbucks Café del DC: una cola casi perfecta

No me acostumbro a hacer largas colas -como esperando turno para el retrete- si tengo delante una rubia platino y sólo voy a conseguir un aguado café Starbucks que me darán –eso sí– con un cartón para no abrasarme. He aquí la grandeza y la flaqueza del sueño americano. Perfección en los detalles, pero falta sabor. No sé vosotros, pero en cuestión de ingesta prefiero el caos latino, pidiendo gritando el café todos a la vez.

Estados Unidos es el país del mundo dónde se vive más en cola y con mayor resignación. Porqué todos los ciudadanos son iguales ante la cola. Y ya se sabe que las colas están para cumplirse. Es la nación de la organización, dónde en los bosques tienes instrucciones sobre cómo ir en bici. Y a tu amigo lo tendrás que ir a buscar a la calle K, entre la 25th y la 26th NW.

Sin duda son gente sana. Deporte y salón de belleza son la nueva religión, aunque la ciudad siga plagada de iglesias. Desde primera hora por la orilla del Potomac -un río más ancho que el Ebro- hacen footing universitarias seguidas por su perro con correa, sesentones que dirigen bancos y un padre joven empuja un cochecito de bebé (con bebé) y lleva al lado el de 8 años corriendo y con visera.

Sabemos que USA es un país grande. Y esto sin duda imprime carácter. La hamburguesa que ofrece el hotel no es grande, es un monument. Puedes estar en un congreso con 9.000 personas y parecer vacío (el mío sobre Training & Development). Cómo hay tanto, puede haber de todo. Como un stand que vende cartas para jugar en clases, y otro que incorpora tu caricatura de jefe en un programa de dibujos animados para formar a tus empleados. En USA hay hasta quién se gana la vida como afilador de lápices.

Para quienes no nos gusta el ketchup, lo vemos todo demasiado enfático, awesome, terrific, algo exagerado. Si das dinero para el cáncer de pecho eres un héroe. Pero también hay cuestaciones contra el cáncer de perro. En mi congreso me invitan a una recognition ceremony, consistente en estar aplaudiendo tres cuartos de hora a personas que se van mencionando, aunque la mayoría estén ausentes.

La encantadora negrita, Betty, que me acomoda en el hotel a desayunar, me entrega una tarjeta con un corazón dibujado que me dice “We want you to love us”. Y me anima a entrar en una página web para ponerle un diez en amor. Me marcho, sin embargo, con cargo de conciencia por la nota de su performance, porque después de 20 minutos de buscar el link abandono el intento de ponerle matrícula de honor.

A los intelectuales europeos contestatarios, nos gusta criticar a Washington. Y sentimos una extraña sensación cuando la vemos de cerca: capital del mundo occidental y del crack. Dónde en algunos barrios es más probable morirse de bala que de viejo. Lo mejor y lo peor en un puño. Aunque habitualmente nos fijamos en lo peor y no aprendemos de lo mejor. Además Washington DC ha experimentado una mejora radical en los últimos años.

Ciertamente los contrastes son sobrecogedores. Sin salir del cuadrante de las calles 15th y 16th F, me encuentro un granjero delgado de pelo blanco mostrando espeluznantes pancartas pro-vida; una manifestación ucraniana contra “Adolf Putin”; el primer negro en la cima de la casa blanca, y a pocos metros en la acera un blanco entre cartones postulándose como dictador de Estados Unidos.

Como dice Richard Sennet, vivimos la máxima diferencia con la máxima indiferencia. Se te cuela en el ascensor una abuelita con kimono, que no va a un baile de disfraces, sino que con cara de ejecutiva entra en su taxi. O en el parque ves una familia “normal” enfundada en trajes de oso panda y no estamos en Orlando.

En fin. Yo vengo de un país pequeño, y no me encuentro cómodo con esa necesidad de ganar siempre, de aspirar a ser el número uno. Mi filosofía de Gestión de Incompetentes va en otra dirección. Creo en la zona media -en la que estamos la mayoría. Pienso que quizá no son necesarios estos lavabos tan modernos del convention centre, que detectan por infrarojos partes de tu cuerpo, pero en los que ni una vez no he logrado lavarme las manos en condiciones.

Cuánta razón tiene Arianna Huffington cuando desde la tribuna de oradores nos impele a bajarnos de la lógica del éxito. A montar una vida alrededor del bienestar, la sabiduría y la admiración. Aunque paradójicamente la escenificación como superhéroe que se le da desacredita el mensaje.

No he podido dejar de pensar en Benedetti y “el Sur también existe”. Pero cuando al volver caminando al hotel, desde la acera un homeless descalzo –habiéndolo rebasado yo para eludirlo- me brinda un sincero “God bless you”, sin ironía, sin exigencias. No puedo más que volverme, y darle los 5$ que tenía presupuestados para mi snack. Y en justa correspondencia, pedirle también a Dios que bendiga esta nación, a sus empresas y a todos sus habitantes.

 

Gabriel Ginebra

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